Cito un viejo cuento: alguien pregunta a un filósofo cómo es el mundo.
—El mundo es una gran bola que se apoya en el lomo de una gran tortuga.
—¿Y en qué se apoya esa gran tortuga?
—En una tortuga aún mayor.
—Bueno, pero… ¿dónde está apoyada la segunda tortuga?
—En otra más grande, señor. Siempre hay una tortuga mayor debajo.
Es una idea del mundo basada en una pila sin fin de tortugas. No se podría decir que es un modelo mental consistente porque está basado en infinitos. En este caso, un infinito de tortugas cada vez más grandes.
Cuando aparecen los infinitos, estamos en problemas.
En el mundo real no existe nada en cantidad infinita. Es una característica de la materialidad que haya una cantidad concreta, definida. Sin embargo, algunos creen que el espacio podría ser infinito porque está vacío, podría considerarse como si fuera la nada, y la nada no tiene cantidad.
Falso. Sabemos que el espacio vacío, sin materia, aún tiene cierta energía que llaman la energía del vacío. El espacio es “algo”, aunque todavía no podamos explicar qué significa ese algo, cuál es su verdadera naturaleza.
Por eso los modelos mentales que recurren a los infinitos para sostenerse, tienen un cimiento imaginario. Construyen edificios sobre un espejismo.
Por ejemplo, el modelo de la tierra plana. No tiene límites, se extiende sin fin en todas direcciones y utiliza como argumento el problemático infinito.
Algunos asumen que eso creían los antiguos: que la tierra era plana. Pero realmente es un mito urbano. Los pensadores de otros tiempos no eran tan ingenuos como lo imaginan ahora. Algunos fueron realmente geniales.
Eratóstenes, un director de la vieja biblioteca de Alejandría, se propuso calcular el tamaño del planeta. Mandó colocar dos varas verticales en dos ciudades distantes, Siena y Alejandría, y medir sus sombras al mediodía.
Las sombras resultaron diferentes. Calculando la curvatura necesaria para crear esas sombras, dedujo la circunferencia completa con esa curvatura.
Obtuvo cierta cantidad de estadios, una antigua medida, equivalente a unos 40.000 km. Hoy sabemos que la circunferencia ecuatorial mide 40.075 km.
Eratóstenes hizo ese cálculo alrededor de 200 años antes de Cristo.
Actualmente, en un mundo de celulares e internet, no podríamos engañarnos con ideas insostenibles: al menos eso creemos. Quizás sea cierto en la vida diaria ya que los problemas y tareas cotidianas requieren sentido común.
Pero las ideas que están más allá del nivel cotidiano quedan fuera de lo que llamamos el sentido común. Una de esas ideas es que la materia está hecha de moléculas, átomos y varias partículas elementales como el electrón o el protón, según las enseñanzas escolares. —Hasta aquí vamos bien.
Entonces surge un modelo mental que nos resulta evidente. Toda la materia en el universo está hecha de partículas, excepto las ondas de radio, las ondas del wifi y otras similares como la luz. Pero lo que es palpable, concreto, está hecho de bolitas de materia realmente pequeñas, ultra-microscópicas.
Eso es obvio. ¿Cuál es el problema?
El problema está en la idea de bolitas de materia.
Nos enseñaron que son los componentes básicos, la escala más diminuta posible. Los ladrillos que construyen la realidad última, final, definitiva.
Bueno, lamento informarles que esa idea es inconsistente. No funciona.
Me apresuro a explicarlo antes que sea tarde, con un experimento mental.
Supongamos que algo sobrenatural, Dios o el diablo, nos dio una máquina infalible para cortar materia, sin que importe lo dura o lo pequeña que sea. Si hay algo sólido lo parte por la mitad, indefectiblemente.
Colocamos una hoja de papel A4, por ejemplo, y vemos que la máquina la corta en dos trozos perfectos, como debe ser. Colocamos uno de los trozos en su lugar, que nuevamente es partido por la mitad.
Ahora la pregunta del millón: ¿hasta cuándo trozará el papel esa máquina?
Quedan fuera de concurso todo lo aprendido sobre las moléculas, átomos, electrones, etc. Solo valen las ideas que utilizan la propia lógica, como lo hacían los antiguos filósofos griegos. —¿Hasta cuándo trozará el papel?
—Hasta que no quede nada —es una contestación frecuente.
Bien. Utilizando el método científico, aceptamos provisionalmente que hay un momento en que no queda nada, y luego deducimos las consecuencias.
Admitiendo que existe un momento preciso cuando no queda nada, se deduce entonces que, en el momento anterior a ese, aún quedaba algo.
Dado que había algo, la máquina lo partió y obtuvo… dos trozos de nada.
Resulta evidente que no lograremos la nada dividiendo algo. Entonces, la respuesta alternativa sería que continuará partiendo el papel para siempre.
Eso se dice fácil. Pero el universo podría llegar a un final y la máquina aún seguiría cortando por toda la eternidad, o sea durante un tiempo infinito. Estamos invocando al famoso infinito para justificar la respuesta.
La idea de una bolita final de materia trae problemas. Crea paradojas.
Los antiguos filósofos griegos se dieron cuenta de las paradojas, entonces postularon que debería existir un atomon, una partición final no divisible. Eso postuló Demócrito de Abdera, precisamente, sin explicar la causa que impide la división del atomon.
Porque Demócrito no hablaba de detalles físicos. Solo estaba dando un argumento lógico. En esos tiempos no había aceleradores de partículas.
La ciencia actual tiene otra respuesta basada en algo llamado campos, tales como el campo magnético o el gravitatorio, pero definidos a nivel cuántico.
Se define un campo electrón, por ejemplo, que da origen de los electrones.
Se lo podría imaginar como un océano de energía invisible, donde hay olas que serían los electrones. —Aunque las olas no serían muy buen ejemplo.
Digamos más bien que un electrón es como un remolino de energía en un campo cuántico estable. Es energía concentrada, no una bolita de materia.
—Eso detiene a nuestra máquina. No puede trozar energía.
El modelo estándar de la física actual es teoría de campos, no de partículas. Pero es difícil de asimilar, y por eso continuamos hablando de partículas.
Le dicen modelo de concordancia porque fue un acuerdo internacional de la comunidad científica. Fue el modelo más exitoso en la historia de la ciencia. Creó la tecnología que modificó la realidad cotidiana en forma definitiva.
Sin embargo, ese modelo de consenso no tiene una explicación para todo.
La expansión actual del universo requiere una fuerza misteriosa que llaman energía oscura. Las galaxias giran como si tuvieran una masa mucho mayor que la detectada por los telescopios. Quizás tienen una materia oscura en su interior que produce un campo gravitatorio enorme. Aún no lo sabemos.
Lograr una Teoría del Todo, o sea una estructura matemática que pudiera fundamentar todos los fenómenos físicos, fue el sueño perseguido por los científicos en el siglo pasado. Actualmente parece una meta muy lejana.
Decía Hawking: «Si alguna vez llegamos a una Teoría del Todo, no serán más que ecuaciones. ¿Qué es lo que insufla fuego a esas ecuaciones para que un universo físico emerja de ellas?»
Significa que no sabemos realmente que hay detrás de las leyes físicas para que existan y para que funcionen. No sabemos realmente que es la vida, ni que es la conciencia, ni la causa de este universo gigantesco y misterioso.
Son las grandes preguntas. Algunas quedan fuera del ámbito de la ciencia porque no hay recursos físicos para encararlas. Pasan a ser cuestiones más allá de lo físico: son metafísicas. Como la razón para que haya un universo con seres vivientes, si es que hay razones o propósitos para su existencia.
Las respuestas son ideas filosóficas, creencias religiosas, mitos y leyendas.
En la comunidad científica subyace implícito un nihilismo existencial. Son palabras difíciles para decir que no hay pruebas de que la vida tenga algún propósito o algún sentido objetivo, ni tampoco la existencia del universo.
Lo cual es muy cierto: no hay pruebas. Aunque eso tampoco prueba nada.
Además, si el mundo es creado por fuerzas ciegas sin sentido ni propósito, se hace difícil mantener valores basados en acuerdos humanos subjetivos, cambiantes, imprevisibles.
Las grandes religiones procuraron evitar esta situación mediante preceptos dados por Dios mismo, según el dogma, para regir las conductas humanas.
Esto funcionó bastante bien por milenios. Si los astros giraban a nuestro alrededor día y noche, éramos el centro de la creación. Por lo tanto, Dios nos tenía en cuenta sin duda, contemplando y juzgando nuestras acciones.
Pero ese panorama ha cambiado. La tecnología de grandes telescopios y sondas espaciales confirmó, definitivamente, que no somos el centro de ninguna creación ni tampoco el centro del universo.
Es más, reveló el tamaño de ese universo con billones de galaxias, donde cada una es como un océano de soles con incontable cantidad de planetas.
Ahora sabemos que nuestro mundo es una mota de polvo en el infinito.
En esta época estamos llegando, creo, al fin de la infancia de la razón.
Por eso muestro un paradigma que puede situarse entre el nihilismo y los dogmas. Una milenaria idea del mundo mantenida durante generaciones mediante cadenas de conocimiento de instructores y practicantes.
Hablaban de galaxias mucho antes de los grandes telescopios y también de la percepción relativa del tiempo, como lo hizo después la física relativista.
Describían un tipo de materia que no evoluciona en el tiempo ni existe en nuestro mundo, muy parecida a lo que ahora llamamos agujeros negros.
Finalmente, decían que el universo es una entidad viviente y consciente en muy diversos grados. Un gigantesco entramado de existencias a todo nivel.
Ese paradigma milenario es un modelo mental que tiene una extraña consistencia. —Valdría la pena considerarlo, además de los actuales.
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